viernes, 26 de junio de 2015

Hombres y mujeres, niñas y niños, ... ¿presidentes y presidentas? 1ª Parte

Llevaba varios días ya pensando en de qué hablar en el blog en la entrada siguiente (es decir, en esta), y tenía bastante claro el tema desde el principio, puesto que, al igual que me ocurría con la distinción de las diferentes críticas literarias (que podéis leer aquí), era algo de lo que llevaba mucho tiempo queriendo hablar. Sin embargo, me parecía que hablar dos veces seguidas de cuestiones teóricas podía aburriros demasiado. 

Pero no, tengo fe en mis lectores y seguro que lo soportarán. ¡Arriba la gramática! ¡Viva la lingüística! 

Me imagino que, ya por el título, alguno habrá averiguado de qué voy a hablar. Hombres y mujeres, niñas y niños, presidentes y presidentas... En los últimos años (y, que yo recuerde, allá por el 2010 o así ya me pasaron una "guía de lenguaje no sexista" -como esta o esta- con cara de bastante susto) se ha comenzado a extender por diversos ámbitos, pero sobre todo en el periodístico y en el político (y, por desgracia, cada vez más, en el educativo), la costumbre de duplicar los sintagmas cuyo referente es un grupo formado por personas de ambos sexos. Así, "niños y niñas", "alumnos y alumnas", "funcionarios y funcionarias" y otros engendros de similar factura que se emitían -y emiten- con la intención de evitar un lenguaje sexista y la de fomentar la igualdad entre hombres y mujeres. Pero no os equivoquéis: estos sintagmas duplicados son un error gramatical, un pleonasmo, por lo que se está fomentando un uso erróneo del lenguaje, y lo más preocupante de todo esto es que lo hagan profesionales que, desde el mundo del periodismo o de la educación -como los dos enlaces anteriores-, deberían actuar como modelos lingüísticos y culturales de la lengua española.

La lengua NO es sexista. La lengua es el resultado de un proceso arbitrario de evolución que ha ocupado los últimos siglos y en la que operan sistemas sobre los que no podemos ejercer influencia individual. Y ahora voy a explicároslo.

En el tema del género hay que distinguir una cuestión fundamental: el sexo es, según el DRAE, "la condición orgánica, masculina o femenina, de los animales y las plantas", es decir, lo biológico, y solo admite la posibilidad de ser masculino o femenino (la consideración u orientación sexual es otra cosa, y no voy a entrar tampoco en anomalías biológicas como los seres que nacen con dos sexos, puesto que lo habitual y usual es la existencia única de dos sexos); por otro lado está el género, la "clase a la que pertenece un nombre sustantivo o un pronombre por el hecho de concertar con él una forma y, generalmente solo una, de la flexión del adjetivo y del pronombre", también según el DRAE. Y añade: "En las lenguas indoeuropeas estas formas son tres en determinados adjetivos y pronombres: masculina, femenina y neutra". Es decir: el sexo es biológico, el género es gramatical. Esta es la primera distinción que hay que tener clara.

Ahora ya sabemos que el género es una clase gramatical a la que pertenecen los nombres o pronombres (masculinos, femeninos, y en español algunos restos del neutro), pero queda comprender la segunda parte de la cita: "por el hecho de concertar con él una forma y, generalmente solo una, de la flexión del adjetivo y del pronombre". Para ello vamos a retroceder al pasado para aprender un poco de historia de la gramática en cuanto al género.

El indoeuropeo es una hipótesis que planteó la gramática comparativa a partir del siglo XVIII como lengua madre de la que surgirían posteriormente la mayoría de lenguas históricas occidentales (latín, griego, lenguas germánicas...) y algunas orientales (hindi). No existen testimonios escritos, por lo que su reconstrucción se hace a partir de la comparación entre lenguas y son procesos lingüísticos bastante complejos, pero en ciertos campos también muy aceptados y asentados.

Se admite tradicionalmente que, en origen, el indoeuropeo tenía únicamente dos géneros gramaticales: animado (que se utilizaba para los seres que tenían vida y cumplía la función de sujeto) e inanimado (que solo valía para los objetos y cumplía la función de objeto verbal). Con la evolución y la paulatina complejidad del lenguaje, los dos géneros gramaticales se escindieron en tres, en masculino, femenino y neutro. El inanimado evolucionó al neutro, y el animado se dividió en masculinos y femeninos.

Nos encontrábamos entonces con el problema de que de una clase de nombres encontrábamos ahora dos, por lo que hubo que distinguir una de las dos nuevas clases, y se distinguió el femenino. En román paladín, esto significa que a las palabras femeninas se les añadió una marca "extra" que las diferenciase de las masculinas (lo cual hace que no se pueda decir, como he oído y leído en algunos casos, que el latín y las lenguas antiguas fuesen machistas, puesto que, de hecho, distinguían de forma explícita al femenino y no lo ocultaban). Para ello se intentaron varios procedimientos:

  • Utilizar palabras distintas (heterónimos): gener-nurus, en latín; padre-madre, en español. Este era un procedimiento muy poco económico, porque habría dado lugar a un enorme incremento léxico, y se limitó a vocabulario muy específico. 
  • Añadido de un nombre indicador: lupus femina. Tiburón macho o tiburón hembra. Se seguía utilizando el término habitual (animado) y se le añadía un adjetivo o sustantivo que explicitase el género, pero contaba con las mismas desventajas que el anterior. 
  • Uso de morfemas: este es el procedimiento más habitual, económico y claro. Se conservó lo ya existente para masculino y se creó una nueva marca para el femenino: el término marcado.
Así pues, para evitar el aumento de vocabulario y para simplificar la lengua, se creó una desinencia especial en indoeuropeo, el morfema -a (tomado de la palabra usada entonces para 'mujer'), que terminaría extendiéndose a todos los sustantivos de género gramatical femenino.

El problema siguiente fue que las palabras, por sí mismas, no indicaban necesariamente su género, puesto que la desinencia -a se aplicó, en principio, al femenino, pero con el tiempo las desinencias y el género dejaron de estar directamente relacionadas y comenzamos a encontrar, por ejemplo, en latín, palabras terminadas en -us (desinencia tradicionalmente considerada masculina) como ficus, que en realidad eran de género femenino ("higuera"), o nurus ("nuera"), al igual que palabras terminadas en -a (desinencia tradicionalmente asociada al femenino), pero masculinas, como nauta ("marinero") o scriba ("escriba"), y por eso se dice que la lengua es opaca en cuanto al género, porque en un sustantivo cualquiera no podemos saber cuál es su género.

¿Cuál es el género de "estantería", o de "tablón" o de "mar" (esta última es difícil)? Como hablantes nativos, sabéis cuál es su género, pero para saberlo a ciencia cierta desde un punto de vista gramatical, hay que utilizar la concordancia.

Pero de eso os hablaré mañana, que por hoy es demasiado. Quiero que de esta primera parte os quedéis con dos cosas:

  • Sexo y género son dos cosas muy diferentes: el primero es biológico; el segundo, gramatical. 
  • La lengua no es sexista ni machista, es un instrumento gramatical en el que el hombre no puede ni debe interferir, porque su evolución depende directamente del uso. 
  • El femenino es el término marcado en la declinación y en los sustantivos. 

Y esto será clave, porque en la próxima entrada del blog explicaremos qué son el término marcado y el término no marcado, cómo funcionan lingüísticamente y cuáles son las consecuencias en la concordancia (gracias a la cual sabemos el género de los sustantivos), todo lo cual demuestra y explica por qué hablar de "alumnos y alumnas" y de "funcionarios y funcionarias" no es más que una soberana estupidez y una muestra de desconocimiento de las operaciones más básicas de nuestra lengua y no una cuestión de igualdad. Eso es otra cosa.

Mañana más y mejor,

S.



martes, 23 de junio de 2015

De críticas, reseñas y opiniones varias

Tolkien dijo una vez que su actitud típica ante la lectura de una obra medieval no era embarcarse en un estudio crítico o filológico, sino escribir una obra moderna dentro de la misma tradición. Y de manera similar Tolkien dijo a un entrevistador en 1965 que él "difícilmente leía un cuento de hadas sin el deseo de escribir uno"[1].

Una de las respuestas históricas de los críticos literarios (y de los autores, y de los lectores) a lo largo de los tiempos ha sido la creación. De ahí surgen las relaciones de intertextualidad entre distintos autores y sus obras, los homenajes, las recreaciones y, en una perspectiva más negativa, los plagios. La admiración ante una obra ajena ha sido uno de los motores que ha potenciado la evolución de la literatura en nuestra historia, aunque no ha sido la única. 

También ante una obra que nos embruja, o que nos repugna, o que sencillamente nos desconcierta, reaccionamos contando nuestras impresiones. Analizando qué nos ha hecho sentir y por qué. Y buscando en ese texto las razones de nuestra sinrazón. De ahí surge la crítica literaria

Es una convención teórica comúnmente aceptada el que la crítica es un ejercicio intelectual de carácter analítico que se aplica a una obra literaria determinada o a un conjunto cerrado de obras (la totalidad de la producción de un autor, por ejemplo, o bien un grupo de textos que posean algún rasgo común de índole temática o formal). Crítica es siempre análisis. Se trata de estudiar los mecanismos en virtud de los cuales un discurso adquiere carácter artístico, sin olvidar que la prueba más segura de este carácter reside en la coherencia de todos los componentes de la obra.

Naturalmente, en el acercamiento crítico existen diversos grados: el nivel más elemental es la impresión del lector (su gusto o disgusto ante la obra); en un segundo nivel, la lectura va acompañada por conocimientos técnicos que permiten al sujeto percibir particularidades del texto y acaso preguntarse por ellas (metáforas, figuras retóricas, procedimientos constructivos…); en el escalón superior se indaga en el sentido de la obra, que puede ser de índole diverso y se relaciona con la moderna hermenéutica literaria (del griego ἑρμενέυω, 'interpretar', y en dos sentidos: el de quienes piensan que la obra tiene un sentido único y, en el lado opuesto, el de aquellos para quienes la interpretación variará en cada lectura -en su extremo están quienes afirman que no hay interpretación posible para la obra).

Existen, así pues, distintos niveles en la labor crítica aplicada a la literatura en función de la formación del ojo que lee. Cada uno de ellos tendrá su particular acercamiento a las obras y, del mismo modo, sus ventajas y sus inconvenientes. Probablemente un lector ajeno a la teoría de la literatura no detecte la presencia de metáforas, hipérboles, quiasmos o estructuras retóricas en una obra bien construida, mientras que un lector que controle esos tecnicismos leerá la misma obra desde una óptica diferente y su disfrute será mayor. No obstante, contará también con un hándicap del que el lector lego carece: es imposible leer una obra con la pureza y la ingenuidad de esos lectores, pues de forma inconsciente el crítico encontrará errores, detectará estructuras, analizará las partes y sus relaciones, por lo que nunca llegará a una obra como una tabula rasa.

De todas estas variantes surge, a su vez, una distinción fundamental en los campos de actuación de la crítica: por un lado, la llamada «crítica académica» o «crítica universitaria», que suele ejercerse sobre textos del pasado para analizarlos, comentarlos y diseccionarlos literariamente, y en la cual habitualmente se procura dejar fuera la opinión personal, y otra cuya función primordial es informar con brevedad de las obras nuevas que se publican. Es la llamada «crítica pública» o «crítica militante» (más exactamente, «crítica inmediata»), que suele aparecer en revistas y periódicos y va dirigida a un público más amplio para orientarlo a la hora de elegir entre el inmenso caudal de novedades editoriales. Esta crítica, además de informar y analizar someramente, debe valorar ―con argumentos y justificaciones―, para no perder su razón de ser. La crítica literaria, así pues, en cualquiera de sus modalidades, se aplica a analizar los mecanismos constructivos de una obra o de un conjunto concreto de obras.

A lo largo de mi vida he realizado crítica literaria de todas las variantes, y me he enfrentado a los textos desde muy distintas perspectivas. También con los años he aprendido que cada texto requiere un análisis diferente. A veces, a priori, se toma la decisión de hacer crítica inmediata, es decir, la que busca orientar al lector sobre la futurible lectura de una obra. En este caso, mis normas suelen ser: sin spoilers, sin análisis y sin tecnicismos. Me gusta hablar de lo que evoca, de referentes y de relaciones con otras obras y géneros, de los puntos fuertes y débiles, y del posible público al que gustará.

Otras obras exigen medidas diferentes. Los poemas, por ejemplo, me llevan siempre a la crítica impresionista. No puedo evitarlo. Algún día os hablaré de la historia de la crítica literaria, de cómo se ha hecho y qué se ha hecho a lo largo de los siglos, y lo entenderéis. Pero el caso es que, para mí, cada obra pide una crítica diferente, cada obra despierta en mí una respuesta diferente, y todo eso es lo que encontraréis en este blog. Opiniones, análisis, comentarios, creación-recreación, y muchas cosas más, pero siempre relacionadas con el mundo de las letras.

Al fin y al cabo, escribir es vivir.

S.

[1] J.R.R. Tolkien, El hobbit anotado, anotado por Douglas A. Anderson, Barcelona, Minotauro, 2012 (1ª edición 2006), p. 2.