viernes, 29 de septiembre de 2017

Por qué dejé de ver Dark Matter y quiero tanto a Aristóteles

Últimamente paso mucho tiempo en el sofá, más del que me gustaría, pero el caso es que eso me permite leer mucho. Eso es bien. Y cuando no me encuentro en condiciones, me permite ver series. Eso es menos bien, pero bien. Y con Netflix instalado en mi supertele, esto significa que estoy trillando prácticamente todo lo que pillo en la aplicación. Creo que alguna se me olvida, pero he(mos) visto Santa Clarita Diet, Glitch, GLOW, Sense8 (ojalá una tercera temporada), Killjoys y Agents of Shield. Y alguna seguro que me olvido. (The Expanse está en proceso).  

Pero además de todas estas (y de alguna que otra película), empezamos dos: Helix, que abandonamos porque era una vez más un apocalipsis mediozombie demasiado predecible, y Dark Matter. Y de esta última quería hablar. Pero antes tengo que poneros un poco en antecedentes. 

Aunque bien se sabe que "aprendiz de mucho, maestro de nada", de todo conviene saber en esta viña del señor, y aquellos avezados en cine bélico, aunque sea con la práctica y el visionado, habrán adquirido ciertos conocimientos rudimentarios de tácticas de guerra que de seguro no ayudarían a mantenerlos con vida en un combate real, pero que sirven, de hecho, para encontrar pequeños defectos en las películas y series que retratan dichos conflictos. A esto, que en mi caso ha sido poco, hay que añadir dos puntos de información fundamentales. 

El primero, en mi caso, son los videojuegos. Llevo jugando desde que tengo uso de razón, aunque, durante mis años universitarios, mis estudios y mis limitaciones técnicas restringieron el juego a únicamente el League of Legends, y solo a veces. Al aprobar las oposiciones, sin embargo, compré mi primera xbox y comencé a jugar al que sería mi juego de cabecera: el Gears of War, un shooter en tercera persona donde puedes jugar en campaña u online y, lo mejor para mí, con tus amigos. Cuando llegamos a la tercera entrega, estábamos muy acostumbrados a jugar en un grupo de cuatro y conseguimos desbloquear un logro que mejoraba la experiencia de juego: el fuego amigo. Activarlo suponía que, si un amigo se cruzaba por delante de ti mientras estabas disparando, lo herías (o lo matabas). Es decir, hacía el juego mucho más interesante, divertido y realista. Dejando las vendettas personales a un lado*, dado que nuestro objetivo era divertirnos y este bonificador hacía la victoria bastante más complicada, lo usamos muy pocas veces, pero nos hizo darnos cuenta de que las balas de nuestro equipo también hacían daño y, si no te lo hacían porque habías apagado el fuego amigo, al enemigo tampoco. Y darte cuenta de eso y tener el sentido común de evitarlo te hace mejor jugador. 

El segundo punto de información, y este lo he aprendido a las bravas, es el airsoft. Primero, mi padre se aficionó; después, mi señor marido y yo nos aficionamos; después, mi hermana, mis amigos... Y aunque jugamos muy poquito (y yo ahora nada), hay ciertas normas básicas que te cuentan nada más empezar y que, si no respetas, te toca sufrir. Una de ellas es la misma que contaba de los videojuegos: el fuego amigo. Si un amigo te dispara, estás muerto. Te toca volver al respawn (punto de regeneración), si tienes vidas, o salir de la partida si no las tienes. Y parece una tontería, pero pasa. Y te dan tus compañeros. Y das a tus compañeros. Porque no estamos entrenados para eso. Y te hace darte cuenta de lo importante que es la formación militar en combate y de lo poco que sabemos el resto. 

Esto, por caminos inescrutables, me lleva a por qué dejamos de ver Dark Matter y a mi amigo Aristóteles. Dice el maestro filósofo en su Poética que una de las cosas más importantes de la literatura es que no necesariamente tiene que contar cosas verdaderas, sino verosímiles. Ojo, este es un concepto clave: la verosimilitud. Utilizaré el ejemplo de siempre. Historia 1: Pepita va caminando por el campo en su pueblo, es de noche y, de pronto, una luz muy potente desciende del cielo, baja un hombrecillo achaparrado y azul y le pone la mano en la barriga y la deja embarazada; después, la luz desaparece y nueve meses después Pepita da a luz a un bichejo al que llama Avatar. Historia 2: Pepita va caminando por el campo y se encuentra el cadáver del alcalde del pueblo, que había estado pidiendo préstamos a la mafia siciliana para pagar el concierto de Paquirrín y, al no devolverlos, había muerto como mensaje a los políticos del pueblo. Si hay que etiquetar el género de estas dos historias, la primera, seguro, la consideraríamos ficción y la segunda, no ficción. Pero imaginad por un momento que la historia 1 es real y la segunda es inventada. ¿Lo creería alguien? Negativo. Y ahí entra Aristóteles. Para que creamos algo, esto no tiene que ser real, tiene que ser verosímil, acorde a nuestras normas de mundo, y en nuestro mundo hay asesinatos y políticos corruptos, pero no alienígenas ni embarazos extraterrenales. Por eso la verosimilitud de las historias, tanto en literatura como en cine, es esencial. 

Dark Matter es una serie canadiense que parte de la siguiente premisa: seis personas se despiertan sin recuerdos en una nave espacial que navega a la deriva. Junto a ellos hay un androide que les ayuda a repararla y les envía al destino al que iban antes de que todo se apagase. Al llegar allí, se encuentran a un grupo de mineros que luchan por conservar su hogar contra una gran compañía comercial. Los mineros están esperando ayuda de un traficante, que les tendría que traer armas, y los seis compañeros se encuentran con un gran dilema, porque ellos llevan armas en la bodega de carga. ¿Ellos son la ayuda? A continuación, en la nave descubren su identidad: no son ángeles guardianes, son unos peligrosos criminales a los que dicha organización mandó allí para matar a los mineros, por eso llevan armas. Y un poco más después entran en combate. 

Lo cierto es que los personajes tienen bastante poco carisma. Las actuaciones son un poco flojillas y muy estereotipadas (actor oriental, experto en artes marciales; protagonista chica, ropa ligera y flirteo con protagonista chico; adolescente con pelo azul, geek y genio de la informática y los cables...). Y encima los capítulos son irregulares, unos demasiado lentos, otros demasiado rápidos (y vimos unos cuantos). Pero el problema vino de la verosimilitud, cuando de repente, en medio de una batalla en una nave, en medio de un intercambio de disparos, el prota malo está apuntando a los otros malos y el prota bueno SE CRUZA POR DELANTE. ¿No se ha dado cuenta? ¡FUEGO AMIGO! 

Llegado ese punto, Señor Marido y yo nos miramos y no vimos ningún capítulo más. Al escribir, al crear, la documentación es esencial. Dar un contexto, dar un mundo, dar un motivo. Pero por encima de todo, por encima de protagonistas con tentáculos en la cara o pieles escamadas o dragones que maman de una mujer calva, hay que dar verosimilitud. Pues cuando esta falta, no hay quien se crea ese producto, y si el público no conecta, el producto está perdido. 

S. 


*PD: por votación popular me veo obligada a aclarar esto: "Dejando las vendettas personales a un lado...". Es mentira. Lo primero que hice nada más activar el bonificador fue cargarme a todos mis compañeros. Pero era por su bien. Para que aprendiesen. A jugar mejor. Y eso.. 

lunes, 25 de septiembre de 2017

Empezar una serie nueva

Ya he hablado alguna vez por aquí de que los comienzos son importantes, pero en el caso de las series, ese primer instante es especial

La primera impresión que nos producen libros o películas suele ser decisiva a la hora de decidir si continuamos leyéndolos o visionándolas, pero la experiencia lectora o fílmica es, habitualmente, efímera. ¿Cuánto dura una película? ¿Hora y media, dos? Salvando excepciones como El Padrino o alguna otra de similar duración, no mucho más. ¿Y un libro? A mí, poco. En mis mejores momentos, un día y medio, si llega. Una serie, sin embargo... 

No desvelaré nada nuevo si digo que la televisión vive hoy en día una época dorada de la cultura. Algunos de los mejores productos culturales proceden de la pequeña pantalla, y no "de nuestros mejores cines", y algo que suele caracterizar a estas nuevas series de televisión es que se prolongan en el tiempo. Si coinciden en algún rasgo definitorio, este suele ser su duración. Sons of Anarchy, 7 temporadas; Mad men, 7 temporadas; Perdidos, 6 temporadas. Mas no solo esto: algunas siguen aún en antena, alcanzando la temporada  octava de grabación (The Walking Dead), la undécima (The Big Bang Theory) o incluso la décimocuarta (Anatomía de Grey). 

Esto significa que, como poco, vamos a pasar varias semanas de nuestra vida rodeados de personajes, escenarios, mundos que ocuparán nuestro tiempo y nuestros sueños. Y, a veces, nuestras pesadillas. Supongo que por eso empezar a ver una serie es especial. 

Todo comienza con la elección (y no hablo de un chino muy contento, if you know what I mean...). En un mundo plagado de estreses, entregas urgentes y excesos de negotium, empezar una serie nueva, con todo lo que ello implica, es una decisión lo suficientemente importante como para pensárselo dos veces. ¿Cuántas temporadas tiene? ¿Ha terminado ya? ¿Qué opina de ella la crítica? Mejor aún, ¿qué opinan de ella mis amigos? ¿Van a marcarse "un Dexter"? 

El momento inicial, las primeras escenas, o el opening, marcan un ahora y un después. Por primera vez te enfrentas a un arte nuevo, a un producto que salió de la mente de alguien y que antes ya ha cautivado a muchos. A mí, personalmente, me encanta no saber mucho de las series que me dispongo a ver. Disfruto de los opening artísticos, con música bien elegida, que esconden un significado metafórico que, quizá, nos sirva para entender mejor la serie. Y con ellos me sucede algo similar a con las portadas de algunos libros - de lo cual quizá hable algún día-: sin saber por qué, algunos me cautivan: 


Inevitablemente. 


Pero lo más curioso de todo es que, cuando tengo un crush a ese nivel con el opening, este suele continuar con la serie. Y este me ha parecido un poco patata. Tempus fugit, y tempus aurus, el tiempo es oro. Así que probaré con otra cosa. 

S. 

domingo, 24 de septiembre de 2017

El canon universal (otra vez)

A veces, y no siempre pasa, conversar con algunas personas genera misteriosas uniones sinápticas en el cerebro que nos llevan a esbozar pensamientos coherentes en lugar de a desear esconder la cabeza en un agujero en el suelo y no salir nunca jamás. 

La consecuencia positiva que deriva de esto, al menos en mi caso, suele ser una efervescencia intelectual y creadora que lleva a mis manos a teclear como hormigas furiosas en medio de la estación de recolecta, aunque mi parte de cigarra suela observar desde el sofá aguardando paciente al momento en que ese ímpetu decaiga. 

Antes de que esto ocurra, y al hilo de algo que escribí hace ya tiempo sobre el canon universal, voy a intentar poner punto y final a un tema que me ha venido causando urticaria mental desde hace un montón de años: el canon. No está en mis manos solucionar un conflicto internacional que lleva en boga centurias, pues veo imposible encontrar un canon universal o un canon nacional que satisfaga a todos los lectores. Siempre quedarán obras fuera de esa lista, no hay otra solución (salvo hacer una lista que las incluya todas, y creo que no hay rollos de papel que las sostengan una detrás de otra), y la alternativa, que es acotar por géneros, supondrá a su vez diversos conflictos: ¿qué son los géneros?, ¿ponemos el terror junto con la fantasía?, ¿Agatha Christie va bien con Poe o los ponemos en cánones diferentes?, ¿debe haber un canon de juvenil?, ¿y de romántica?, ¿y qué hacemos con la cifi? 

En fin, es una polémica harto trillada y sin solución cercana en el tiempo, por lo que voy a pasar directamente a lo que Carlos García Gual propone en su clasificación y a lo que me he venido resistiendo durante años: los clásicos personales. En otras palabras: mi lista de favoritos e imprescindibles. 

No os podéis imaginar lo difícil, complicado, exprimidor y antidigestivo que es para mí escoger de entre las lecturas que llevo haciendo desde que tenía, digamos, 7 u 8 años (pues voy a partir de la base de que, antes de esa edad, la lectura perseguía un fin distinto) algunas que representen lo que para mí es la literatura. Y es que, en el fondo, hacer una lista del Top ten de tus libros favoritos, o de tus imprescindibles literarios, implica de forma tácita que dichos libros muestran la sublimación del arte de las letras, y esa es una responsabilidad que no he querido asumir nunca. 

En mi vida he leído mucho. Muchísimo. Pero me falta tanto por leer, tantos clásicos, tantas obras que con los años se han convertido en referentes dentro de su propio género que me produce un enorme sentimiento de culpa elegir cuando no conozco todo lo que me ofrecen los libros. Sin embargo, leí no hace mucho en Facebook lo que Concepción Perea (autora, entre otros, de La Corte de los Espejos, Fantascy 2013, y La última primavera, Runas 2017, que creo que será de las próximas cosas que lea) consideraría imprescindible para sus alumnos de Factoría de Autores, y me picó el gusanillo. 

No estoy preparada para hacer una lista al uso, y mucho menos para poner un número cerrado a dicha lista o incluso para ordenar dichas lecturas en orden de recomendación. De hecho, solo recientemente he dado con un criterio que considero muy válido y que voy a utilizar para ver cuáles son para mí esos clásicos personales. El criterio es fácil: estos son los libros que o bien voy a leer a mis hijos tan pronto sean capaces de entenderlos o bien que voy a entregarles tan pronto tengan edad de leerlos. Una obviedad sea dicha: tengo muchos libros en casa y espero que sea lean todos los que quieran, los más posibles, pero voy a pensar solo en los que más huella me han dejado, en los que creo que más valor tienen por lo que (me) hacen vivir y por lo que (me) hacen sentir. Y ahora mismo solo se me ocurren tres. 

El primero para mí lo es todo. Es el comienzo del camino, el primer adoquín del camino amarillo, el in principio erat. El Hobbit. No sé cuál será la edad apropiada o cuándo mi retoño será capaz de entenderlo, pero es EL CUENTO por excelencia. Quienes me conocen saben que leer a Tolkien me cambió, que es un autor muy especial para mí como lectora de ocio y como lectora de trabajo. Que lo he leído y estudiado hasta la saciedad, que lo he explicado a mis alumnos y he encontrado entre sus páginas oro. El Señor de los Anillos y el Silmarillion me encantan, pero con El Hobbit Tolkien desenterró un tesoro oculto en el folklore occidental que, para mí, no tiene parangón. Por sus implicaciones antropológicas y sus relaciones con la historia y la literatura, quiero leérselo a mis hijos y convertirlo en su libro favorito. 

Después, una novela que quiero que mis hijos lean sin falta por lo mucho que me gustó (unida a sus cómics, porque soy una megafangirl...) es El dios asesinado en el servicio de caballeros, de Sergio Sánchez Morán (autor de www.ehtio.es y coautor de www.elvosque.es). Se la he recomendado a mis alumnos desde el momento en que la terminé (o algo antes), porque es gamberra, divertida, y tiene a una protagonista jodidamente desequilibrada y genial. Y si hay algún libro por culpa del cual los adolescentes deban contagiarse del gusto por la lectura, ese es. 

El último en el que pienso es un caso diferente, pues se trata de un libro que duele. Es hermoso, delicado, pero afilado como un cristal. Hay momentos que, según la vida que hayas tenido, llegan, y eso no siempre es fácil. Hablo de La joven ahogada, de Caitlín R. Kiernan. Ese libro lo he prestado ya cuatro veces, y la opinión ha variado, pero siempre coincide en la belleza que contiene. Es difícil de expresar con palabras, pero su lectura marca. 

Aparte de estos habría miles que podría decir. Las editoriales mamás de estos dos últimos libros, Fantascy y Valdemar, son para mí motivo constante de tentación porque me encanta todo lo que tienen, y me aterroriza acercarme a sus estanterías en las tiendas porque me exigen el mayor autocontrol para no comprármelo todo. Pero no son las únicas. Autores de siempre, como Séneca, o autores de ahora, como Murakami, lecturas más ligeras y otras más profundas, obras que exigen la lectura de otras para comprenderlas mejor... Habría mil libros que podría escoger, pero a mi mente vienen estos tres, y me cuesta mucho ampliar la lista, por lo que lo voy a dejar aquí. Si tuviera que salvar libros de un incendio (otro criterio que me sirve estupendamente), y tendría que llevarlo bien pensado porque además de ellos tendría que coger a mi foca, estos tres serían candidatos seguros. Después, quién sabe. Ya seguiremos pensando. 

S. 

jueves, 21 de septiembre de 2017

Reflexiones léxicas


Como últimamente tengo mucho tiempo libre y mis opciones de ocio son bastante reducidas -básicamente, limitadas a cualquier cosa que gire en torno a un sofá-, me ha dado por pensar. Y pienso mucho. O al menos eso creo, entre las brumas que me hacen señalar a una foto de una tortilla de patata y decir: "Ves, ¡quiero ensalada!". El caso es que mi mente me llevaba por un camino muy trillado, y de pronto se apartaba del camino principal por una senda que me olía a nuevo. 

El Feminismo es un movimiento que, prácticamente siempre que se menciona, genera conflictos. Feminazis, radicales, locas del coño... Los prejuicios sociales llevan a asociar el feminismo a cosas erróneas, a defensas que nada tienen que ver, en realidad, con dicho movimiento. Durante mucho, mucho tiempo me costó entender lo que tantas mujeres (y algunos hombres) defendían con tanta vehemencia por las redes sociales. Siempre he sido una persona defensora de la igualdad y de la necesidad de otorgar a la mujer unos beneficios que históricamente se le han negado. Sin embargo, no entendía por qué hablar de micromachismos, de sororidad, por qué criticar los piropos (por poner un ejemplo que suele generar el manido "pero si eso es bueno, os hace sentiros guapas, no hace daño") y otros comportamientos que aparentemente eran bastante inocuos. Por eso durante todo ese tiempo terminé absteniéndome de dar una opinión sobre esta nueva ola feminista, porque no terminaba de comprenderla y sospechaba que había cosas que se me escapaban. Un movimiento social que afecta a todas las capas de la sociedad y que genera una movilización a esos niveles debe de tener algo detrás que lo sustente, algo de peso, así que prefería esperar a entenderlo antes de poder dar una opinión. 

Así, comencé a leer, a bucear en blogs, a entrar en muros de Facebook donde estaba segura de que debatían estas cosas con inteligencia y madurez, y me fui dando cuenta de que uno de los principales problemas con los que nos topamos al hablar de feminismo es la mala interpretación del propio término. Se tiende a asociar feminismo con movimientos radicales, con elevar a la mujer por encima del hombre, cuando la realidad es muy diferente: el feminismo busca la justicia para la mujer, pero también para el hombre, una especie de justicia social donde la mujer no cobre menos que el hombre por hacer el mismo trabajo, donde el hombre no tenga menos baja por paternidad que la mujer, porque su responsabilidad para con el bebé es la misma que la de la madre, un mundo donde no se asocie ser mujer con algo negativo ("corres como una chica", "pegas como una chica"...). 

Aun siendo consciente de que esto no es más que la imagen a lo lejos del iceberg (ni siquiera la punta), pues queda mucho en lo que ahondar y trabajar, espero que sirva para hacerse a la idea del camino que he seguido hasta mi reflexión de hoy, porque darse cuenta de que el problema comienza en el nombre hace replantearse absolutamente todo lo que nos rodea. Alguien decía en las redes que por haber nacido en occidente se puede partir de la premisa de que somos "racistas y machistas". No hace falta que pensemos que "la mujer a la cocina" o "cada uno a su país", porque el racismo y el machismo se sustentan también en cosas muy pequeñas, y ahí quería yo llegar. 

Dejando de lado ese problema terminológico del feminismo, pensemos más bien en actitudes que denigran a la mujer por su sexo. Hay muchas, pero hace unos días a mí me vino a la mente el momento de salir. Ese "voy a arreglarme" o "voy a ponerme guapa". Algo que debemos tener en cuenta a la hora de hablar es que la lengua es un producto social del ser humano que sirve para comunicarse; que, además, está plagada de metáforas que, con más o menos tino, sirven para ilustrar las acciones cotidianas del ser humano; y que, no menos importante, todo lo que decimos importa. "Las palabras cortan más que las espadas", parafraseando a mi segundo R.R. favorito, y por ello se tuvo siempre miedo a quienes sabían emplearlas (que se lo digan, si no, a los sofistas y a Sócrates). De hecho, yo que estudié Filología Clásica tuve que oír alguna vez esa advertencia de "ojo, que es mujer y sabe latines". 

¿Por qué me llaman entonces esas dos frases la atención? Cuando una mujer va a salir de casa, no será infrecuente escucharla decir eso. "Voy a arreglarme". Algo que nos tomamos con total normalidad: la mujer va a cambiarse de ropa, a peinarse, a maquillarse. Pero lo que nuestra boca ha dicho no es "voy a cambiarme, a peinarme o a maquillarme", expresiones todas ellas objetivas y descriptivas, totalmente denotativas. Ese "voy a arreglarme" es una expresión connotativa, subjetiva, que implica que la mujer está rota. ¿Son entonces las mujeres un objeto roto cuya única esperanza de salvación es "ponerse guapas"?

Y eso me lleva a la segunda expresión. "Voy a ponerme guapa", de la que deducimos también ese cambio de ropa, maquillaje, cremas, peines... ¿Acaso no está esa mujer guapa sin llevar maquillaje encima? ¿Acaso la belleza es algo que depende únicamente de una transformación artificial y que no existe per se en cada persona, independientemente de lo que lleven puesto? Quizá esto requeriría de una diferenciación entre belleza natural y belleza artificial, que no son incompatibles, por supuesto; alguien puede ser hermoso sin maquillaje y hermoso con él, pero esa diferenciación no llevará a nadie a hundir su autoestima por no maquillarse o peinarse o elegir su vestuario acorde a las normas sociales. 

El problema profundo que denotan estos dos casos léxicos está vinculado a la autoestima, porque indirectamente, toda persona que dice eso está implicando que está fea y rota, y a la larga eso se nota. Se nota en la forma de mirarnos al espejo. En la forma en que después volcaremos esa frustración por no obtener la belleza en otros ("Tía, mírate, hoy estás horrible, ¿por qué no te pintas un poco?"). En la forma de vivir. 

Y nos merecemos estar libres de trabas sociales que otros nos imponen. Me encanta el maquillaje. Creo que es muy divertido, un trabajo manual que implica transformaciones, igual que los disfraces. Pero no lo uso. Básicamente porque luego me pican los ojos y no me apetece. Mi autoestima y mi imagen personal son lo suficientemente fuertes como para que eso no me importe, pero soy docente. Vivo con adolescentes. Tengo amigas, hermanas, primas. He vivido rodeada de mujeres a las que sí les importaba. Y no estaban rotas. Y no eran feas. Por eso es tan importante conocer nuestra lengua y pensar en lo que decimos. 

Las palabras, también, pueden hacer daño. 

S.