jueves, 21 de septiembre de 2017

Reflexiones léxicas


Como últimamente tengo mucho tiempo libre y mis opciones de ocio son bastante reducidas -básicamente, limitadas a cualquier cosa que gire en torno a un sofá-, me ha dado por pensar. Y pienso mucho. O al menos eso creo, entre las brumas que me hacen señalar a una foto de una tortilla de patata y decir: "Ves, ¡quiero ensalada!". El caso es que mi mente me llevaba por un camino muy trillado, y de pronto se apartaba del camino principal por una senda que me olía a nuevo. 

El Feminismo es un movimiento que, prácticamente siempre que se menciona, genera conflictos. Feminazis, radicales, locas del coño... Los prejuicios sociales llevan a asociar el feminismo a cosas erróneas, a defensas que nada tienen que ver, en realidad, con dicho movimiento. Durante mucho, mucho tiempo me costó entender lo que tantas mujeres (y algunos hombres) defendían con tanta vehemencia por las redes sociales. Siempre he sido una persona defensora de la igualdad y de la necesidad de otorgar a la mujer unos beneficios que históricamente se le han negado. Sin embargo, no entendía por qué hablar de micromachismos, de sororidad, por qué criticar los piropos (por poner un ejemplo que suele generar el manido "pero si eso es bueno, os hace sentiros guapas, no hace daño") y otros comportamientos que aparentemente eran bastante inocuos. Por eso durante todo ese tiempo terminé absteniéndome de dar una opinión sobre esta nueva ola feminista, porque no terminaba de comprenderla y sospechaba que había cosas que se me escapaban. Un movimiento social que afecta a todas las capas de la sociedad y que genera una movilización a esos niveles debe de tener algo detrás que lo sustente, algo de peso, así que prefería esperar a entenderlo antes de poder dar una opinión. 

Así, comencé a leer, a bucear en blogs, a entrar en muros de Facebook donde estaba segura de que debatían estas cosas con inteligencia y madurez, y me fui dando cuenta de que uno de los principales problemas con los que nos topamos al hablar de feminismo es la mala interpretación del propio término. Se tiende a asociar feminismo con movimientos radicales, con elevar a la mujer por encima del hombre, cuando la realidad es muy diferente: el feminismo busca la justicia para la mujer, pero también para el hombre, una especie de justicia social donde la mujer no cobre menos que el hombre por hacer el mismo trabajo, donde el hombre no tenga menos baja por paternidad que la mujer, porque su responsabilidad para con el bebé es la misma que la de la madre, un mundo donde no se asocie ser mujer con algo negativo ("corres como una chica", "pegas como una chica"...). 

Aun siendo consciente de que esto no es más que la imagen a lo lejos del iceberg (ni siquiera la punta), pues queda mucho en lo que ahondar y trabajar, espero que sirva para hacerse a la idea del camino que he seguido hasta mi reflexión de hoy, porque darse cuenta de que el problema comienza en el nombre hace replantearse absolutamente todo lo que nos rodea. Alguien decía en las redes que por haber nacido en occidente se puede partir de la premisa de que somos "racistas y machistas". No hace falta que pensemos que "la mujer a la cocina" o "cada uno a su país", porque el racismo y el machismo se sustentan también en cosas muy pequeñas, y ahí quería yo llegar. 

Dejando de lado ese problema terminológico del feminismo, pensemos más bien en actitudes que denigran a la mujer por su sexo. Hay muchas, pero hace unos días a mí me vino a la mente el momento de salir. Ese "voy a arreglarme" o "voy a ponerme guapa". Algo que debemos tener en cuenta a la hora de hablar es que la lengua es un producto social del ser humano que sirve para comunicarse; que, además, está plagada de metáforas que, con más o menos tino, sirven para ilustrar las acciones cotidianas del ser humano; y que, no menos importante, todo lo que decimos importa. "Las palabras cortan más que las espadas", parafraseando a mi segundo R.R. favorito, y por ello se tuvo siempre miedo a quienes sabían emplearlas (que se lo digan, si no, a los sofistas y a Sócrates). De hecho, yo que estudié Filología Clásica tuve que oír alguna vez esa advertencia de "ojo, que es mujer y sabe latines". 

¿Por qué me llaman entonces esas dos frases la atención? Cuando una mujer va a salir de casa, no será infrecuente escucharla decir eso. "Voy a arreglarme". Algo que nos tomamos con total normalidad: la mujer va a cambiarse de ropa, a peinarse, a maquillarse. Pero lo que nuestra boca ha dicho no es "voy a cambiarme, a peinarme o a maquillarme", expresiones todas ellas objetivas y descriptivas, totalmente denotativas. Ese "voy a arreglarme" es una expresión connotativa, subjetiva, que implica que la mujer está rota. ¿Son entonces las mujeres un objeto roto cuya única esperanza de salvación es "ponerse guapas"?

Y eso me lleva a la segunda expresión. "Voy a ponerme guapa", de la que deducimos también ese cambio de ropa, maquillaje, cremas, peines... ¿Acaso no está esa mujer guapa sin llevar maquillaje encima? ¿Acaso la belleza es algo que depende únicamente de una transformación artificial y que no existe per se en cada persona, independientemente de lo que lleven puesto? Quizá esto requeriría de una diferenciación entre belleza natural y belleza artificial, que no son incompatibles, por supuesto; alguien puede ser hermoso sin maquillaje y hermoso con él, pero esa diferenciación no llevará a nadie a hundir su autoestima por no maquillarse o peinarse o elegir su vestuario acorde a las normas sociales. 

El problema profundo que denotan estos dos casos léxicos está vinculado a la autoestima, porque indirectamente, toda persona que dice eso está implicando que está fea y rota, y a la larga eso se nota. Se nota en la forma de mirarnos al espejo. En la forma en que después volcaremos esa frustración por no obtener la belleza en otros ("Tía, mírate, hoy estás horrible, ¿por qué no te pintas un poco?"). En la forma de vivir. 

Y nos merecemos estar libres de trabas sociales que otros nos imponen. Me encanta el maquillaje. Creo que es muy divertido, un trabajo manual que implica transformaciones, igual que los disfraces. Pero no lo uso. Básicamente porque luego me pican los ojos y no me apetece. Mi autoestima y mi imagen personal son lo suficientemente fuertes como para que eso no me importe, pero soy docente. Vivo con adolescentes. Tengo amigas, hermanas, primas. He vivido rodeada de mujeres a las que sí les importaba. Y no estaban rotas. Y no eran feas. Por eso es tan importante conocer nuestra lengua y pensar en lo que decimos. 

Las palabras, también, pueden hacer daño. 

S. 

2 comentarios:

  1. Yo conocí una niña, que por su juventud, constitución física y rasgos, debía de creerse (porque lo era) un bombón. Pero nada más lejos. Era incapaz de salir a la calle sin dos dedos de maquillaje, sin exagerar. Iba maquillada al gimnasio, dónde se machacaba el poco músculo que su escasa alimentación generaba...cada vez más delgada, más maquillada, más insegura...sólo viví con ella un curso pero, al marcharme, le dejé una carta de despedida en la que básicamente le aconsejaba parar de odiarse. No se qué fue de ella pero era lo más roto en mujer que he conocido ��

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    1. El problema de todas estas cosas es que, en realidad, no dependen tanto del físico concreto de cada persona como de la sociedad que impone los cánones de belleza. Y para la sociedad nunca somos perfectos. Los anuncios de depilación los protagonizan chicas que no tienen ni un pelo; los anuncios de maquillaje, chicas que tienen la piel lisa y sin imperfecciones. ¿Qué producto de "mejoramiento" femenino incluye a una protagonista que pudiera necesitar dicho producto? Y si dejásemos de insistirle a todo el mundo que las pecas son feas, que las canas son feas, que los granos son feos, que los kilos son feos, ¿le harían falta esos productos? A veces las personas estamos rotas, pero mucha culpa viene de fuera.

      S.

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