viernes, 24 de noviembre de 2017

Gaiman, regalo y estreno

Hay novelas que, una vez leídas, no te permiten hablar de ellas. Suavemente colocan un sello en tus labios, entrelazan tus dedos y te piden con amabilidad que abras otra solapa, te sumerjas en otras palabras y guardes para ti lo que has leído. 

Hace algún tiempo me llegó a casa un paquete de remitente desconocido (gracias, amiga :), ahora sé quién eres) con libros de diferente factura. Uno de ellos El océano al final del camino, de Neil Gaiman. Nunca he leído nada suyo, pero de la neblina del pasado me llegaban ecos de esa portada, de haber quedado intrigada y cautivada por ella, allá antaño maricastaño cuando reseñaba en Fantasymundo. En su día lo reseñó mi mentor en aquella web, y con el tiempo la noción de haberlo querido se difuminó y desapareció en la estresante vida de los adultos. 

Hasta ayer. Quería ver una película, detrás de la cual llevo varias semanas y que pensé, erróneamente, que tenía. Quería hablar con mi hermana, pero la red no funcionaba y hacía imposible la comunicación. Y a eso de las 12, la hora bruja, cansada y aburrida, cogí el único libro que me quedaba por leer aquí abajo y lo empecé. 

Lo he terminado por la mañana porque ya anoche percibí cuál era su naturaleza. No es un torrente. Ni un estanque-océano. Recuerda al remanso tranquilo de un riachuelo de aguas claras, rodeado de mullido césped lustroso, donde reposa un niño enfermo, que no se puede mover y aguarda en silencio el final. 

Es triste, y bonito. Bonito y triste. Tan íntimo que me recuerda a la delicadeza de La música del silencio, de Rothfuss. No sabía qué escribe Gaiman, pero esto no lo habría esperado. No habría sido capaz de describirlo. Porque hay libros que no quieren ser hablados. Solo leídos, y después guardados en la caja de los recuerdos. 

S. 

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